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JUAN EL BAUTISTA, EL PRECURSOR DEL MESÍAS.
Juan Bautista aparece en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Nació seis meses antes de Jesucristo. Toda su infancia es un misterio hasta el momento en el que empieza a predicar y bautizar.
De la infancia de San Juan nada sabemos. Huyó al desierto lleno del Espíritu de Dios porque el contacto con la naturaleza le acercaba más a Dios. Vivió toda su juventud dedicado nada más a la penitencia y a la oración.
Como vestido sólo llevaba una piel de camello, y como alimento, aquello que la Providencia pusiera a su alcance: frutas silvestres, raíces, y principalmente langostas y miel silvestre. Solamente le preocupaba el Reino de Dios.
Era un hombre fuerte que se alimentaba de langostas, miel silvestre y vestía una piel de camello. Lucas dice de él que vivió en el desierto hasta el día de su manifestación a Israel.
La realidad es que bautizaba en la región del Jordán con el fin de limpiar los pecados de los que acudían a él. También bautizó a Jesús y lo reconoció como Mesías, cuando el Espíritu Santo descendió sobre él.
Fue quién denunció la unión incestuosa de Herodes Antipas con su sobrina Herodías, mujer de su hermano. Esto causó gran odio y Salomé, hija de Herodías, a instancias de su madre, solicitó la cabeza de Juan tras haber bailado ante el rey. Herodes le mandó ejecutar en la prisión de Maqueronte, a orillas del Mar Muerto. Después su cabeza fue ofrecida a Salomé en una bandeja de plata.
A mediados del siglo IV el sepulcro de San Juan Bautista era venerado cerca de Naplusa en Samaria. Fue profanado en tiempos del emperador Juliano (361), pero San Jerónimo atestigua la persistencia del culto del Precursor en aquel lugar, siendo erigida allí mismo una basílica en el siglo VI. Su festividad se celebra el 24 de junio, pues este es el único santo al cual, junto con Jesucristo, se le celebra la fiesta el día de su nacimiento.
Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, no era un niño como todos los otros; sentía que había sido elegido por Dios para cumplir una gran misión. Pero, para predicar al pueblo la penitencia, antes había que hacer penitencia. Y Juan fue a vivir al desierto para habituarse a la soledad, al ayuno y al silencio. Lejos del mundo se está más cerca de Dios, y Dios da la fuerza para luchar contra el mal y las pasiones.
Finalmente supo que era hora de preparar el camino al Mesías. A lo largo de las orillas del Jordán, donde Juan había comenzado su predicación, la gente se aglomeraba y escuchaba en gran silencio. Sin embargo, él no prometía honores y riquezas. “Haced penitencia —decía— porque el reino de los cielos está cercano”.
Y los que creían en él y se arrepentían de sus pecados, se hacían bautizar: se introducían en las aguas del Jordán y Juan, con aquella agua, los preparaba para recibir el don de la justificación. “Tú, que nos bautizas, ¿quién eres?” —le preguntaron algunos, pensando que era el Cristo.— Y Juan respondía: “No soy yo el Mesías. Yo os bautizo con agua, pero en medio de vosotros se halla Uno, a quien no conocéis, del que no soy digno de desatar la correa del calzado. Él os bautizará con el Espíritu Santo”.
Y un día llegó el verdadero Mesías a la orilla del Jordán; venía de la lejana Galilea, donde había vivido en meditación y en plegaria. Antes de iniciar su predicación, Jesús quiso ir al encuentro del que le había preparado el camino, y se colocó entre los que esperaban el bautismo de Juan. Él, el Hijo de Dios, quiso bautizarse como si fuera pecador, porque Él cargado con todos los pecados del género humano.
Al bautizar a Jesús, Juan vio al Espíritu Santo descender como paloma y ubicarse sobre la cabeza de Aquél a quien estaba bautizando.
La misión de Juan estaba cumplida; el “precursor” del Cristo podía finalmente anunciar a las gentes que el Mesías se encontraba en medio de ellos.
Juan Bautista aparece en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Nació seis meses antes de Jesucristo. Toda su infancia es un misterio hasta el momento en el que empieza a predicar y bautizar.
De la infancia de San Juan nada sabemos. Huyó al desierto lleno del Espíritu de Dios porque el contacto con la naturaleza le acercaba más a Dios. Vivió toda su juventud dedicado nada más a la penitencia y a la oración.
Como vestido sólo llevaba una piel de camello, y como alimento, aquello que la Providencia pusiera a su alcance: frutas silvestres, raíces, y principalmente langostas y miel silvestre. Solamente le preocupaba el Reino de Dios.
Era un hombre fuerte que se alimentaba de langostas, miel silvestre y vestía una piel de camello. Lucas dice de él que vivió en el desierto hasta el día de su manifestación a Israel.
La realidad es que bautizaba en la región del Jordán con el fin de limpiar los pecados de los que acudían a él. También bautizó a Jesús y lo reconoció como Mesías, cuando el Espíritu Santo descendió sobre él.
Fue quién denunció la unión incestuosa de Herodes Antipas con su sobrina Herodías, mujer de su hermano. Esto causó gran odio y Salomé, hija de Herodías, a instancias de su madre, solicitó la cabeza de Juan tras haber bailado ante el rey. Herodes le mandó ejecutar en la prisión de Maqueronte, a orillas del Mar Muerto. Después su cabeza fue ofrecida a Salomé en una bandeja de plata.
A mediados del siglo IV el sepulcro de San Juan Bautista era venerado cerca de Naplusa en Samaria. Fue profanado en tiempos del emperador Juliano (361), pero San Jerónimo atestigua la persistencia del culto del Precursor en aquel lugar, siendo erigida allí mismo una basílica en el siglo VI. Su festividad se celebra el 24 de junio, pues este es el único santo al cual, junto con Jesucristo, se le celebra la fiesta el día de su nacimiento.
Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, no era un niño como todos los otros; sentía que había sido elegido por Dios para cumplir una gran misión. Pero, para predicar al pueblo la penitencia, antes había que hacer penitencia. Y Juan fue a vivir al desierto para habituarse a la soledad, al ayuno y al silencio. Lejos del mundo se está más cerca de Dios, y Dios da la fuerza para luchar contra el mal y las pasiones.
Finalmente supo que era hora de preparar el camino al Mesías. A lo largo de las orillas del Jordán, donde Juan había comenzado su predicación, la gente se aglomeraba y escuchaba en gran silencio. Sin embargo, él no prometía honores y riquezas. “Haced penitencia —decía— porque el reino de los cielos está cercano”.
Y los que creían en él y se arrepentían de sus pecados, se hacían bautizar: se introducían en las aguas del Jordán y Juan, con aquella agua, los preparaba para recibir el don de la justificación. “Tú, que nos bautizas, ¿quién eres?” —le preguntaron algunos, pensando que era el Cristo.— Y Juan respondía: “No soy yo el Mesías. Yo os bautizo con agua, pero en medio de vosotros se halla Uno, a quien no conocéis, del que no soy digno de desatar la correa del calzado. Él os bautizará con el Espíritu Santo”.
Y un día llegó el verdadero Mesías a la orilla del Jordán; venía de la lejana Galilea, donde había vivido en meditación y en plegaria. Antes de iniciar su predicación, Jesús quiso ir al encuentro del que le había preparado el camino, y se colocó entre los que esperaban el bautismo de Juan. Él, el Hijo de Dios, quiso bautizarse como si fuera pecador, porque Él cargado con todos los pecados del género humano.
Al bautizar a Jesús, Juan vio al Espíritu Santo descender como paloma y ubicarse sobre la cabeza de Aquél a quien estaba bautizando.
La misión de Juan estaba cumplida; el “precursor” del Cristo podía finalmente anunciar a las gentes que el Mesías se encontraba en medio de ellos.