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No hay conversión sino hay llamada de Dios, y, por lo tanto, sino hay una respuesta obediente por nuestra parte a esa llamada. La Llamada es la que nos seduce y nos une a la voluntad de Dios y a aquello que Él espera de nosotros. El ejemplo de hoy es Abrahám, pero hay muchos más modelos bíblicos y muchos que son anónimos, porque la lista de los "vocacionados" a lo largo de los siglos es incontable.
Cuánto nos cuestan los cambios, y unos más que otros. Pero cuando se trata de hacer modificaciones en nuestro propio interior y en nuestra vida, podemos llegar a desangrarnos en el intento. La propuesta de Dios hoy no es hacer los cambios porque no nos gusta lo que somos o tenemos, sino que hemos de hacerlos cuando Dios nos los pide y de la manera que Él lo quiere, eso sí, dejándonos llevar y hacer por el que más nos quiere y conoce: nuestro Padre del Cielo.
La resistencia por nuestra parte de poner nuestra vida en las manos de Dios viene por la poca confianza que tenemos en Él y por el apego a lo que ya tenemos que, mejor o peor, por lo menos nos queda la seguridad y certeza de tenerlo. Y es que nadie cambia de ropa para quedarse desnudo. Lo que hemos de descubrir y valorar es que Dios nos quiere desnudar en la Cuaresma de nuestras ropas viejas y haraposas para vestirnos el traje nuevo y limpio de la Pascua que nos hace hombres nuevos con un corazón nuevo.
Eso sí, sabiendo que el motivo de que Dios quiera nuestro cambio para nuestro bien es sólo la consecuencia de un amor infinito que supera nuestros pecados: su Misericordia. Por su Misericordia Dios no me olvida, no me abandona, no me deshecha... Me acoge, me levanta, me promete y da una nueva tierra: su Corazón, al que sólo llegamos mediante la gracias de la SANTIDAD.
Y es que el deseo más grande y más anhelado por los hombres de espíritu es ver el rostro de Dios, expresada esta necesidad en tantos textos de la Sagrada Escritura. Porque ver el rostro de Dios es conocer a Dios y romper todas las barreras que nos separan a Él de nosotros. Ese rostro divino se revela y muestra a quien Él quiere, y nos lo muestra en su totalidad en el rostro divino de Cristo que se ha hecho humano. En Cristo podemos ver a Dios en su majestuosidad y grandeza, como lo vieron los elegidos que subieron con Él al Tabor. Y es que ver el rostro de Dios es un anhelo humano pero es un don divino para quienes Dios quiera dárselo. Porque en el Hijo podemos ver al Padre, porque nadie ya puede ver al Padre sino ve antes al Hijo. Para lo cual hemos de subir al monte de la Oración donde Cristo nos espera para, por su misericordia, mostrarnos su rostro, su corazón, su amor... Y no para quedarnos allí, sino para bajar después de la montaña y compartir y anunciar por todas las llanuras lo que hemos visto.
En el Día de nuestro seminario diocesano, pidamos y demos gracias por las vocaciones de quienes se sienten llamados a ser sacerdotes y de quienes ya lo son.