sábado, 22 de marzo de 2014

MENSAJE DOMINICAL DE LA PALABRA DE DIOS. Domingo 23 de marzo de 2014.


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La Cuaresma se compara con un camino de itinerancia hasta llegar a la Pascua, mientras tanto seguimos cruzando el desierto que supone la búsqueda de Dios por la senda de la conversión. 

El pueblo de Israel ha comenzado su peregrinación por el desierto después de la liberación y del fin de su esclavitud en Egipto. Ahora en el desierto los hijos de Dios también encuentra dificultades, la escasez de agua pone en peligro la vida y éstos cuestionan el liderazgo de Moisés: porque si antes no eran felices siendo esclavos, su vida ahora tampoco parece haber mejorado, hasta tal punto que se plantean la posibilidad de volver de nuevo a Egipto por la nostalgia de todo lo que antes tenían, por lo menos no escaseaban de víveres. 

El hombre sin Dios nunca está satisfecho, no le llena lo de antes ni lo de ahora, nunca se conforma. Confunde la felicidad con no tener problemas, sufrimientos... Cuando no estamos contentos con lo que tenemos buscamos una solución, deseamos un cambio, pedimos la ayuda de Dios o ponemos nuestra seguridad en lo material. Pero los cambios no se consiguen de la noche a la mañana y suponen también un esfuerzo por nuestra parte. Lo que el creyente ha de tener claro es que su vida está siempre en las manos de un Dios que quiere lo mejor para él; que si tenemos vida es porque Él (Dios) nos sostiene. 

Dios sabe en cada momento lo que necesitamos. Dios no provoca un cambio en nuestras vidas para llevarnos a la muerte, sino para que nuestra vida sea más plena. El pueblo de Israel tiene sed, como la tiene nuestra alma cuando no nos llega el amor de Dios como en tiempos pasados. Cuando nos falta algo que consideramos esencial, lo deseado se convierte en necesidad; cuando conseguimos con larga espera lo necesitado, entonces más lo llegamos a valorar y cuidar. Dios es el Pastor de su pueblo, de sus hijos, y les proporciona lo que necesitan y que Él sólo puede dar. Dios es el Agua de la Vida.

Y así se presenta Jesús a una mujer a la que Él le pide agua de un pozo. Pronto esta mujer, conocida como la Samaritana, reconoce que el agua que ella le puede dar a Jesús es un agua necesaria pero caduca y de efectos limitados. Sin embargo, el Agua que le ofrece Jesús a ella, que es Él mismo, es un agua que es más que necesaria, más bien es imprescindible, para tener vida eterna, porque el Resucitado es el Agua Viva de Dios que sacia nuestra sed de inmortalidad.

En ese diálogo entre la Samaritana y Cristo nos encontramos con esta preciosa frase: "Señor, dame esa agua: así no tendré más sed". Es una oración que deberíamos hacer también nosotros todos los días. Hay momentos en nuestro camino espiritual en los que sentimos más la sed de Dios, especialmente en esos momentos que vivimos como una prueba, momentos de puro desierto y sequedad, en los que sentimos que hasta Dios nos ha abandonado. En esos momentos se cuestiona hasta nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. Lo importante es la perseverancia desde la confianza en Dios, esperando en Él y sin dejar de amarle. En esos momentos hemos de estar convencidos de que tarde o temprano el agua de Dios regará nuevamente el campo de nuestra vida. 

Cristo es el Agua Viva para los bautizados que han sentido que sin Él su vida no tiene sentido ni pueden ser felices. Cristo es el agua de quienes ya no saben estar sin Él. Él es el agua que nos da vida, que nos limpia  las manchas del pecado, que nos hace crecer y dar buenos frutos.