sábado, 21 de octubre de 2017

REFLEXIÓN DE LA PALABRA DE DIOS: Vigésimo noveno Domingo del Tiempo Ordinario.


Ni el poder ni las riquezas nos deben de separar del amor a Dios, que está por encima de todo. La moneda del cristiano, con la que devolvemos a Dios lo que nos ha dado gratuitamente, es el amor, el servicio y la entrega.


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En los tres domingos anteriores Jesús se nos ha dirigido con tres parábolas que denuncian directamente el rechazo y la falta de acogida que muchos dirigentes de la época han tenido hacia el mensaje de Jesús y hacia su persona como Hijo de Dios, en definitiva, hacia el Reino de los Cielos. 

La herida que las palabras públicas de Jesús hacia este sector poderoso de la sociedad judía ha dejado en ellos, provoca el deseo de querer eliminarlo y quitárselo de enmedio. Enemigos de toda la vida, como los fariseos y los herodianos, se unen ante un enemigo común y preparan un complot para comprometerlo en una cuestión tan sumamente delicada por sus connotaciones tanto religiosas como políticas. Toda una trampa y callejón sin salida.

Ante la pregunta de que si es lícito pagar el tributo al César sólo caben dos respuesta, un sí o un no. Responder que sí es lícito es reconocer y dar más importancia a la soberanía del César que a la de Yhavé, y para Israel no hay más rey que su Dios, por lo que Jesús sería considerado un mal judío. Responder que no supone un enfrentamiento con la autoridad romana y ponerse a la altura de los rebeldes y agitadores, por lo que podrán acusarlo ante la autoridad imperial.

Jesús se da cuenta de inmediato de la encrucijada en la que lo han puesto y de lo que pretenden sus enemigos con esta astuta pregunta. No la evade pero la usa en contra de ellos para desenmascararlos con una respuesta desconcertante y que los sitúa en unos niveles más profundos, pues para Jesús lo más importante de este mundo y de esta vida no son las riquezas (dinero) ni el poder (la autoridad romana) sino el que reconozcamos a Dios como el único y verdadero Señor. La imagen de Dios no se ha quedado inscrita en una moneda como ocurre con el emperador, sino que se ha quedado inscrita en el ser humano que es obra de su amor.

En la respuesta de Jesús "Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" se pone de manifiesto una tensión religioso-política del momento: porque Dios y el César no son lo mismo ya que el primero está por encima del segundo. Pagar el impuesto a Roma suponía un agobio para las clases más pobres, un reconocimiento del sometimiento de Israel al Imperio y dar culto al emperador que era considerado un dios. En definitiva, el uso de esa moneda es la aceptación de que todo es del emperador.

Jesús no cae en la emboscada dialéctica de enfrentamiento con el poder político y tampoco justifica el impuesto. Lo que a Él le importa es que se le devuelva a Dios el sitio y el espacio que le han quitado los que no creen en Él y sus cómplices a los que, aún siendo religiosos, les ha importado más el llevarse bien con los poderosos de este mundo para poder tener más privilegios. 

Devolver a Dios lo que es de Dios es ponerlo en el lugar que le corresponde, en el centro de nuestro corazón y como al único Señor al que hemos de adorar en una fraternidad universal en la que todos somos iguales, porque todos hemos sido creados por el amor de Dios, que no nos esclaviza sino que nos libera y nos enseña a compartir para que no seamos vanidosos, pues lo que gratis Él nos ha dado hemos de compartirlo con la misma gratuidad.

Jesús nos invita a que rechacemos los abusos de poder humano y a que seamos libres frente al dinero, que no tengamos dependencia de las riquezas porque estas nos hacen más egoístas y menos solidarios. Con un corazón egoísta por su apego al dinero difícilmente podremos adorar a Dios. La controversia está servida: no se puede adorar al mismo tiempo a dos señores, por lo que demos a cada uno lo suyo. Cumplamos con nuestro deber de ciudadanos pero no por ello hemos de no cumplir con nuestro deber de cristianos, y que nunca lo primero impida lo segundo.

A Dios tenemos que devolverle un mundo de justicia, de fraternidad, de paz, porque es eso lo que espera de nosotros. Él no espera dinero ni riquezas, ni sacrificios estériles, ni promesas materiales, sino que amemos como Él nos ha amado en la cruz. Por eso la moneda de los cristianos es el Crucificado, una moneda que despierta rechazo porque nos recuerda el servicio, la humildad y la entrega con la que hemos de vivir. Y esa es la verdadera política para el cristiano, la que se realiza desde el servicio y la entrega a todos; y no la que se realiza para el interés personal y de unos pocos.

Emilio José Fernández