sábado, 28 de octubre de 2017

REFLEXIÓN DE LA PALABRA DE DIOS. Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario.

El amor es la principal ley, el mayor deseo de Dios, lo que verdaderamente da sentido a la vida humana. No un amor cualquiera, sino el que nace de Dios como un don para nosotros: con la fuerza de amarle a Él como lo máximo y, en consecuencia, a los demás con un corazón de hermanos.


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Continuamos con esos encuentros de Jesús con el grupo de los fariseos, de los saduceos y de los herodianos, que representan a los dirigentes del pueblo de Israel, aunque no representan al propio pueblo. Nuevamente éstos lanzan una pregunta a Jesús, pero no con la intención de aprender sino con la de ponerlo a prueba y al mismo tiempo encontrar un motivo para desacreditarle y para acusarle.

La pregunta es muy delicada y complicada de responder, pues se trata de poner en cuestión toda la estructura jurídica de los judíos, ya que el cumplimiento de la ley es ante todo una muestra de fidelidad a Dios y a las tradiciones de su pueblo. Y como consecuencia de ese cumplimiento de la ley, la persona alcanza un estado de purificación frente a aquellos que se consideran impuros y pecadores por no cumplirla, por lo tanto, el tema de la ley es un tema también de salvación: sólo se salva quien cumple la ley.

La vida judía estaba construída, sostenida y regida desde el armanzón del Decálogo (los diez mandamientos), y más de seiscientas leyes añadidas, entre preceptos y prohibiciones, ordenadas de manera jerárquica, que suponían un verdadero laberinto que sólo conocían muy pocas personas y que estaba al alcance prácticamente de los muy estudiosos. El pueblo pobre y sencillo no podía cumplir este complejo de normas por no conocerlo. Las leyes más importantes eran las referentes al sábado, a los ritos y a los diezmos. El amor al prójimo era de las leyes menos destacadas en esa lista.

La respuesta de Jesús nuevamente descoloca a sus interlocutores, pues Jesús responde desde el corazón y no desde un legalismo que se convierte en una carga más que en una liberación. La pregunta no la ve Jesús como si se tratara del primer mandamiento sino que Él se refiere al centro y núcleo de todos los mandamientos. Jesús une dos mandamientos y nos los presenta como inseparables, sin el uno no se entiende el otro: el amor a Dios y el amor al prójimo. Y se trata de un amor desde las entrañas y que abarca todo tu ser, toda tu existencia. Y de un amor coherente, comprometido con el que tienes a tu lado, un amor en responsabilidad y fuera de egoísmos.

Las cosas no han cambiado y esa respuesta dada por Jesús entonces es la misma que nos da hoy a ti y a mí, a todos nosotros. En un mundo como el nuestro de una libre moral, donde las leyes se interpretan y hasta se relativizan... la Ley de Jesús conserva su mismo peso y sigue siendo crucial para todo creyente.

La ley de amor a Dios puede parecer abstracta, un brindis al sol, una poesía... pero el realismo con el que Jesús mira las cosas de Dios hace que  nos la concrete al máximo y sin rodeos, y nos la visibiliza en el amor fraterno. El amor a Dios se comprueba y se examina con el amor al hermano.

¿Y cuál es la medida del amor? Tampoco se le escapa a Jesús este dato y le pone un límite incalculable, pues hay que amar con todo el corazón, con toda el alma... con todo el empeño y las ganas posibles, de la forma como uno se ama así mismo, ni más ni menos. Mi amor por mí no es más grande del que siento por ti, sino que es un amor entre iguales y en igualdad.

El amor por la persona es el gran humanismo de Cristo, un humanismo lleno de Dios. No amamos a la humanidad porque formemos parte de ella, sino que amamos a la humanidad porque es lo que más ama Dios, y con ese mismo amor somos nosotros invitados a amarla. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, se ha hecho mi hermano, y eso lo ha cambiado todo, porque tengo la dignidad de hijo y la condición de hermano.

Mi amor por los últimos, los que necesitan ser amados, reconocidos, ayudados... no es una opción sino una obligación, el fundamento del segundo de los mandamientos de Jesús. No hay fe verdadera sin un amor verdadero: un amor de perdón con dolor, porque el amor cuesta, duele, no siempre es fácil. Y la fe no es un amor a Dios en lo material (imágenes u objetos sagrados, meras formas o ritualismos) ni con lo material (promesas u ofrendas: flores, cohetes, velas...), es un amor en el servicio, en la entrega, en la humildad: en el quitarte tú para poner al otro.

Según Jesús, ama aquél que se preocupa por los demás, que dedica su tiempo y se sacrifica por los que lo buscan, el que busca el bien y la dignidad del otro. Y al atardecer de tu vida, cuando tengas que poner la mirada en tu pasado y hacer balance de tus cosechas ante el único que te ama y que te conoce en lo profundo, sólo serás examinado en el amor, pesado y medido en acciones concretas con los que Dios te ha puesto en tu vida. Tal vez no son los que tú hubieras elegido pero son los que Dios te ha puesto de "prójimo", porque esos son sus preferidos.

Por consiguiente: no se salva el que más sabe (intelectuales) sino el que más ama (el que ejerce la caridad fraterna).

Emilio José Fernández