jueves, 23 de noviembre de 2017

REFLEXIÓN DE LA PALABRA DE DIOS. Trigésimocuarto Domingo del Tiempo Ordinario: Cristo, rey del universo.

No tuve y me diste, y cuando me faltó tú lo pusiste. No te veo pero puedo amarte en los de mi misma carne. Tú te has hecho de nuestra raza y te has hecho sacramento en mi humanidad.


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Estremecedor pasaje evangélico con el que la Iglesia concluye el Año Litúrgico en la solemnidad de Jesucristo, rey del universo. Es un resumen de lo que es el Evangelio, la vida de un cristiano y la vida de la Iglesia; y un resumen de lo que no es el Evangelio, ni la vida de un cristiano ni la vida de la Iglesia.

Mateo nos pega nuevamente un golpe y vuelve a descolocarnos. A modo de profecía anuncia un futuro centrado en la llegada del Reino de los Cielos, y advierte de que no todo el mundo formará parte de él, pues la entrada y pertenencia a este Reino de los Cielos la adquirimos o la perdemos en el día a día de esta vida terrena y presente, y en las relaciones fraternas con los hermanos que el Señor pone en nuestro itinerario.

Jesús define el perfil del verdadero discípulo/a suyo y de cómo ha de ser la verdadera Iglesia. Y Mateo nos lo contextualiza en el acto de un juicio, donde el Juez, que es Jesucristo, diferencia entre las dos partes (los buenos y los malos), juzga y sentencia. Y el criterio que usa Jesús es el menos esperado, por eso sorprende tanto: es la actitud, el amor y la generosidad hacia cualquier ser humano, hacia el más pequeño, hacia el que menos "cuenta" y menos "sirve". Porque, y aquí está la novedad del Evangelio, lo que hacemos a los demás tiene efectos directos en Dios.

Mateo nos hace una última gran advertencia de manera definitiva: nuestra mirada ha de ser constante y activa con cada ser humano necesitado. Lo que al final valora Dios no son nuestros éxitos sino nuestras buenas obras, aunque sean las más silenciosas. Lo que no ven lo hombres, sin embargo, lo ve Dios y lo siente Dios. 

Esta respuesta es increíble como inesperada para los creyentes, porque Jesucristo pone la clave para alcanzar la salvación en la caridad fraterna, en el amor a los pobres. No menciona  una vida de piedad (ni la oración, ni el culto, ni la eucaristía...), ni siquiera la fe. Y no es porque no sean importantes, sino que lo que nos viene a decir es, que todo lo demás, sin el amor al hermano pobre y marginado de nada sirve para Dios.

Una vez más estas palabras de Jesús nos pueden generar molestia pero son un gran toque de atención.

Y estas palabras de Jesús no son una invitación únicamente a hacer obras de caridad, sino que nos pide a los cristianos que nos comprometamos en la construcción de un mundo mejor, denunciando las injusticias y defendiendo la igualdad de oportunidades. Y eso no es hacer política sino que forma parte de nuestro discipulado. Jesús distingue entre los que hacen y los que no hacen, subrayando una vez más como pecado la actitud de la omisión. 

Jesús da un giro más a la tuerca, porque Él no sólo se pone de parte de los necesitados, sino que Él aparece formando parte de ellos. Donde hay un necesitado allí está Jesús. Y ellos son los que más cerca están de Él. Nuestra entrada al Reino de los Cielos y estar sentados cerca de Él lo hace nuestra cercanía y compromiso con los necesitados. Creer en Dios no es vivir en una nube sino pisar la tierra y comprender que se nos ha puesto en ella para que trabajemos por hacerla mejor, donde no haya explotación sino solidaridad... porque es lo que Dios quiere y sueña.

La parábola pone de manifiesto que los hijos de Dios tenemos que tener entrañas de misericordia. No se puede acoger a Dios sin entrañas de misericordia con los demás de nuestra carne y de nuestra sangre, que son nuestros semejantes. El que hace el bien, aunque no lo sepa, está conociendo a Dios y formando parte de su Reino. La fe necesita de una vida en oración pero se examina en el amor fraterno, en la caridad. Y al final de nuestra vida Dios pesará nuestra fe por el peso de nuestras obras: hechas desde el amor, desde el compartir, desde el perdón y desde el servicio. 

Y una vez más el evangelista nos toma de la cabeza y nos la pone en dirección para que nuestros ojos vean lo que tal vez nos repugne: la imagen del Crucificado, de Aquél que Dios quiere que contemplemos como nuestro Rey. En mi pobreza, en mi enfermedad, en mi sufrimiento, en mi soledad... tal vez nadie me acompañe pero el amor de Dios, el mismo Jesucristo, está conmigo y habita en mí. Su encarnación, su humanidad, se hace manifiesta en la debilidad, en su debilidad de Belén y del Calvario, en mi propia debilidad, porque Él me cuida, me visita, me ayuda y me socorre a través del hermano y la hermana que me ama y me cuida en su nombre. Y es que no hay mejor Rey y no hay nadie tan grande como mi Señor, que me dio, por darme, hasta su propia vida.

Emilio José Fernández