sábado, 29 de marzo de 2014

MENSAJE DOMINICAL DE LA PALABRA DE DIOS. Domingo 30 de marzo de 2014.



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En la Sagrada Escritura tenemos numerosos ejemplos de personas que son llamadas por el Señor para una misión. Hoy es preciosa esa llamada en la que una vez más vemos que es Dios quien nos elige, y que por lo tanto toda vocación es un don de Dios. Y es que en más de una ocasión Dios nos sorprende con su manera de hacer las cosas. Nosotros tenemos nuestra lógica y categorías humanas que no siempre coincide con la lógica y categorías divinas. Por eso  experimentamos a veces cómo Dios aparece por la puerta que menos esperamos. También sucede que esa sorpresa supone una frustración para nosotros cuando los planes de Dios rompen los nuestros.

Hoy nuestro personaje es un muchacho llamado David, hijo de Jesé. Este patriarca tenía una familia numerosa formada por muchos hijos varones. Tanto la nueva nación de Israel como Dios desean un cambio en la monarquía. El primer rey que ha tenido Israel, Saúl, ha defraudado a todos. El profeta Samuel recibe el encargo de Dios de ir como su enviado para ungir con aceite la cabeza al nuevo rey. La Unción convierte en rey de Israel, en hijo y siervo de Dios, al elegido que tiene la misión de gobernar en nobre de Yavé a su pueblo. Jesé presenta a Samuel uno a uno sus hijos, pero entre los candidatos presentados no se encuentra el deseado por Dios. No está entre los grandes y fuertes. Al final se descubre que Dios se ha fijado en el más pequeño de los hijo de Jesé, en el que se consideraba el menos indicado para ser el rey, por tratarse de un muchacho débil y sin experiencia de vida, con el que nadie contaba: Dios se fija y quiere por rey al joven David. Los ojos de Dios no miran como los nuestros, porque Dios tiene la mirada única que penetra hasta lo más profundo del corazón humano. 

Una buena lección por parte de Dios hacia nosotros, y una muestra de cómo piensa y actúa el Altísimo. Dios encuentra en donde nosotros no buscamos. Las preferencias de Dios no son las nuestras. Los pequeños son los grandes ante Dios. La dignidad del vocacionado no está en su grandeza humana y cualidades excelentes sino en que Dios se ha fijado en él por amor. Y el amor de Dios se fija en los humildes. La vocación es un don y no depende de nuestros méritos y cualidades. Dios hará grande al rey David, y siempre veremos en sus éxitos la mano de Dios. Dios nos llama a todos a defender la justicia y a los débiles con nuestras palabras y obras, pues todos por el Bautismo somos también reyes. Lo somos, por la misericordia de Dios.

Un descendiente de David será nuevamente ungido y proclamado Rey de los judíos: el Mesías. Lo esperaban como un hombre grande y poderoso, gran guerrero y libertador. Y en un sencillo hombre y carpintero, Dios se ha encarnado y ha escogido al Mesías. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios encarnado. Descendiente de David, con todos los derechos para ser reconocido Mesías. Sólo desde la fe Jesús es reconocido como el Hijo de Dios, porque la fe nos permite comprender los misterios de Dios.

Cristo ha venido para devolver la fe a un pueblo que vive al margen de Dios, que vive en tinieblas. Dios viene a buscar a las personas que se hayan perdidas y que nadie valora porque las considera inútiles. Ese pueblo y esas personas las tenemos representadas en el ciego. La desgracia del ciego es no poder ver, como lo es también en cada hombre el no tener fe. El ciego físicamente no puede ver a nadie ni a nada,  y espiritualmente no puede ver a Dios. El ciego depende de la limosna de los demás para vivir, de la ayuda de los demás para desplazarse: no tiene futuro y si camina se pierde. El ciego espiritual es quien desprecia a Dios porque no puede sentirlo ni amarlo, rechaza la existencia divina. Necesitamos de un médico para recuperar la vista de nuestros ojos mortales. Necesitamos que Dios nos dé la fe para poder sentirlo y amarlo. Por tanto, la fe, el poder ver a Dios, es un don que nos da el mismo Dios, sólo el puede sanarnos de la ceguera espiritual.

En el Evangelio de hoy tenemos un ciego al que nadie hace caso y por el que nadie se preocupa. Cristo es el Hijo de Dios, el Mesías que viene a devolver la vista a los ciegos de espíritu. Este ciego es sanado por las manos de Jesucristo que le abren los ojos, que le donan la fe. Cristo le da unos ojos nuevos, son los ojos que nos permiten ver lo trascendental, más allá de lo físico. Por eso el ciego una vez curado puede ver al hombre Jesús, y puede ver en Él al Hijo de Dios.

Observamos que el ciego, tal como le manda Cristo, se lava en el agua de la piscina en referencia al Bautismo, pues mediante este sacramento es como nacemos a la fe los cristianos. Es así como comenzamos una nueva vida, saliendo de la tiniebla y oscuridad del pecado para ser hijos de la luz, pues los bautizados tenemos la gracia de poder ver al Hijo de Dios, de creer en Él y amarlo.

Yo también soy ciego cuando el mal nubla mi vida, cuando mis pecados me impiden ver a Dios. El sacramento de la Penitencia es donde Dios hace el milagro de devolverme la vista perdida por mis pecados. El ciego es curado por Cristo porque se deja curar, confía en Él. ¿Me dejo yo curar de mis cegueras? ¿Dejo a Cristo que lo haga?