viernes, 28 de julio de 2017

REFLEXIÓN DE LA PALABRA DE DIOS: Decimoséptimo Domingo del Tiempo Ordinario.



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INTRODUCCIÓN

En esta sección del blog parroquial SANJUANYPIEDAD.COM queremos meditar cada semana la Palabra de Dios que se lee y que se proclama en la celebración de la Eucaristía del Domingo, en cada ocasión diferente y con mucho que enseñarnos.

DOMINGO DECIMOSÉPTIMO 
DEL TIEMPO ORDINARIO

PRIMERA LECTURA
Lectura del primer libro de los Reyes 3, 5. 7-12
SALMO 118, 57 y 72. 76-77. 127-128. 129-130
SEGUNDA LECTURA
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8, 28-30
EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 44-52

La lectura de este pasaje del libro primero de los Reyes nos muestra un diálogo entre Dios y uno de los reyes más importantes de la historia de Israel, el rey Salomón, hijo del rey David. Este diálogo se desarrolla en forma de oración entre Yhavé y el joven rey. Dios ha elegido a Salomón como monarca de una nación que cada vez es más difícil de gobernar porque va creciendo en habitantes y en poder político, militar y económico. El estrenado rey se siente saturado y lleno de miedos al tener que afrontar tanta responsabilidad, más aún cuando se trata de una elección que él no ha hecho sino que ha sido Dios el que le ha dado esa misión.

La actitud del siervo, incluso siendo un rey, es la que Salomón tiene en todo momento ante Dios. La humildad con la que se pone ante la presencia de Dios, alegra al Señor y hace que Éste se ponga de su parte. Dios se presta ha ayudarle. Pero Salomón, a pesar de ser un rey y además tan importante, no se ha contaminado ni de egoísmo ni de soberbia, es consciente de su pequeñez y debilidad, sabe que necesita ayuda de Dios. Además ha mirado su cargo y su tarea como un servicio a Dios y a los demás, y no como una posibilidad de beneficiarse él y los suyos. Pide a Dios desde un corazón generoso y solidario, y no desde un corazón avaricioso y ególatra.

Su oración consiste en solicitar a Dios la ayuda necesaria para hacer bien lo que se le ha encomendado. Pide a Dios que lo ilumine, que le dé la sabiduría necesaria para ser un rey justo y bueno. Dios dará a Salomón lo que le ha pedido, y éste pasará a la historia como el rey más sabio y como el rey de la paz.

Tenemos que aprender de este rey creyente para entender que nuestra vida es de Dios y que Él nos ha traído a este mundo con una finalidad, la de colaborar con Él para que sus planes se lleven a cabo. Desde nuestra impotencia humana, porque sin Dios no podemos hacer bien nuestra misión ni superar los obstáculos, tenemos que encomendarnos diariamente a Dios y pedirle con humildad que nos ayude y nos dé los instrumentos necesarios para poder responder a su llamada. Frente a esta actitud podemos tener la de quienes se sienten autosuficientes o hasta se sienten merecedores, atribuyendo a sus propios esfuerzos, de todo lo que tienen y de lo que han conseguido. No somos nada ni tenemos nada si Dios no nos lo regala. 

San Pablo nos recuerda que amar a Dios, la principal ley del cristiano, nos lleva al amor a los demás, que se traduce haciendo el bien a los que tenemos a nuestro lado. El que ama de verdad, hace el bien de verdad. Y para eso hemos sido llamados todos los bautizados. Y todo bautizado que ama y hace el bien se convierte en "otro Cristo", en hermano del Hijo de Dios, que amó e hizo el bien de manera incomparable.

En el pasaje del Evangelio, continuamos escuchando las parábolas de Jesús con las que intenta, de manera sencilla, explicar el Reino de Dios. Si para Salomón la sabiduría, no la intelectual sino la del corazón -la que inspira Dios-, era la más grande de las riquezas, Jesús nos enseña que la mayor de las riquezas es la de poseer y formar parte del Reino de Dios.

El Reino de Dios es un tesoro en medio de un campo. Ni lo uno ni lo otro nos pertenece. Resulta que encontramos el tesoro, lo cual hace más valioso al campo, porque necesitamos el campo para apropiarnos del tesoro. Ahora bien, una vez encontrado el tesoro tenemos que discernir qué es lo que más nos interesa, ¿el tesoro o nuestras demás fortunas? Si es el tesoro, ya nada más nos compensa ni tiene valor, porque hacemos un cambio para mejor. Por lo tanto merece la pena porque salimos ganando al quedarnos con el tesoro.

Así pues yo tengo una vida que Dios me ha dado, con muchas posibilidades, con sus gozos y sus sufrimientos. Una vida en la que me siento seguro y acomodado. Pero un día Dios me muestra otra forma de vida que para Dios es mejor que la que yo poseo. Es una oportunidad única, pero a cambio he de dejar la que tengo en mi presente. El hombre aquel no sólo encontró un tesoro, sino que lo quiso para él. Por eso luchó hasta conseguirlo y se deshizo de lo que ya no le servía. Lo mismo le ocurrió al comerciante de perlas finas. 

¿Es Jesucristo y el Evangelio un tesoro para mí? ¿Es lo que más amo y lo que más me importa? Si es que sí, todo lo demás no me seducirá como antes y haré de Jesús y del Evangelio el centro de mi vida, para que mi trabajo, mis relaciones personales y todo lo demás se impregnen de esa presencia de Dios. Como se puede observar, ser cristiano no es cuestión solo de pertenencia a un grupo humano, ni siquiera del cumplimiento de unos preceptos, sino una forma de vida como consecuencia de unas renuncias por algo que se cree que merece la pena en absoluto y por encima de todo lo demás.

Continúa Jesús sus parábolas con las que compara el Reino de Dios, esta vez lo hace con la pesca en la que se consiguen dos tipos de peces, una manera de dejar claro que no todos los hombres y mujeres somos iguales porque nuestros comportamientos nos diferencian, según actuemos desde el bien o desde el mal. Lo que Jesús quiere añadir y dejar claro es que esos comportamientos tendrá consecuencias, de manera especial porque seremos juzgados por Dios. No da lo mismo, aunque muchas personas no lo crean así, actuar haciendo el bien que actuar haciendo el mal. Las palabras de Jesús no son para asustar sino para invitarnos a no conformarnos en vivir y actuar de cualquier manera, sino a que nos inclinemos por el bien porque Dios es siempre justo y tendremos que darle cuentas a Él al final de la vida. Evidentemente, el no creyente, que normalmente se considera dueño de su vida y de sus actos, no tendrá en cuenta ni ese juicio ni ese futuro destinado para quienes serán premiados por haber hecho el bien. Algo que sí debería preocuparnos a los cristianos, y no con temor sino más bien con el deseo propio de hacer lo que es correcto para Dios, y que es bueno para los demás y para uno mismo. 

El discípulo de Jesús es aquel que ha encontrado en Cristo y en el Reino que anuncia el motivo de su vida, viviendo a partir de ese momento interesado en seguirle para continuar formando parte de ese Reino para siempre, teniendo en cuenta que nuestras obras presentes son las que nos permiten la pertenencia o no a dicho Reino, al que todo bautizado debe de pertenecer no como mero militante sino a través de una vida santa, sin dejer de tener en cuenta que todos necesitamos de la misericordia divina por nuestra condición pecadora.

Emilio José Fernández